Al asesino de mi padre:
He empezado varias veces esta carta. He desechado varios
adjetivos. Llamarle con el término “querido” sería ir en contra de mi propio
dolor. Ese mismo que me sigue atenazando el pecho y hace temblar mi muñeca al
escribirle estas palabras. Pero supongo que es lo único que le debo a mi padre:
el último testimonio.
Puede que nunca haya oído hablar de mí.. Pero no es de
extrañar, y aunque lo pueda parecer, no me siento ofendida. Papá nunca nombraba
las cosas que le importaban. Definir es limitar. Y los sentimientos no están
hechos para tener fronteras. Ni aunque sean de tipo simbólico. Aunque yo me
permitiré la pequeña licencia de reducir todo lo posible mis palabras. Que el
sabor amargo no se prolongue demasiado en el paladar.
Papá se metió en más de un lio por defenderme de todos los
que dijeron que yo no era su hija y que estaba cebando a un parásito que se
alimentaba de sus recursos y de su dinero sin ni siquiera calentarle la cama.
Ni él ni yo nos escandalizábamos pero tenía una fuerte tendencia al indignación.
Por la época en la que papá me sacó las jeringuillas del brazo y me dio aquel
libro de Simone de Beauvoir todos juzgaban con una maestría envidiable y los
dedos tensos e inquisidores no paraban de señalarnos a ambos. A mí, por ser la
niñata drogadicta, huérfana (en el sentido metafórico de la palabra) que se
aprovechaba del loco del pueblo. Y él, por ser el depravado que quería
acostarse con una niña pero que ni siquiera tenía los cojones para bajarle las
bragas. Y aunque a veces Marcelo quería hacerme ver que nada de eso importaba,
yo seguía sintiendo clavadas en el páncreas, las miradas de los vecinos y del
panadero que venía todas las mañanas a mirar detrás de las cerraduras. Malditos
voyeurs.
Papá alzó del fondo más sucio y desagradecido en el que una
niña como yo podía estar. Me sacó de los brazos maltratadores de mi madre, y de
las continuas visitas a prisión de mi padre. Me dio una educación. Hizo
cicatrizar todas las heridas que tenía ocultas entre los muslos y las muñecas
(las del corazón tienen que seguir sanando, ese trabajo aún me corresponde a
mí), y por último me dio un nombre. Si tengo una identidad fue porque él me dio
las herramientas para construirla.
Perdone la presentación de esta misiva, es que la rabia
ensucia. Aunque el motivo sea de perdón, porque sí, le perdono. Le perdono
porque es lo que Marcelo habría querido. Le perdono porque en su mirada
empezaba a haber vacío y porque ahora tengo un hombre al que odiar. Sé que
tarde o temprano sus venas habrían sido cortadas como un día yo rasgué las mías
y no habría podido vivir con la carga del suicidio de papá. Le perdono, y le
agradezco desde lo más profundo, que haya decidido ser el nombre de mi pena. Y
así cargar con mis propios remordimientos.
Sin cariño, sin trabas, a secas…
Sofía Oise Valencia.
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