21 – 04 – 1992
Aún
siento un extraño escalofrío al pensar en lo de esta tarde. Ha sido, cuánto
menos, confuso. Reconozco que empecé el día una gran emoción. He sido la
primera de mis compañeras en ir a la Expo. Papá forma parte de la confederación
de Empresarios de Andalucía y su jefe, el señor Navarro, le facilitó unos
pases. Si no hubiese sido por ese encuentro me habría parecido fascinante.
Fue
cerca de la plaza de África. Mamá y yo acabábamos de visitar el pabellón de
Kenia y en un momento dado ambas nos perdimos la una de la otra. Fue en un
simple descuido, una avalancha de personas que se nos cruzó y de repente ya no
estaba junto a ella. Decidí sentarme en un banco a unos metros del punto en el
que nos habíamos separado, por si decidía volver. Mientras estaba allí, sentí
una presencia a mi lado. Un hombre de unos cincuenta años más o menos, sentado
en el mismo banco, sujetándose la cabeza con las manos y mascullando cosas en
un extraño trance. Como solo he empezado la carrera apenas pude distinguir sus
síntomas. Por eso al principio decidí mantenerme al margen y alejarme unos
centímetros de él. Lo miraba de soslayo y notaba un ligero temblor por todo el
cuerpo, y lo que parecían unos sudores fríos recorriendo su espalda. El tiempo
era cálido pero no hasta el punto de tener un golpe de calor. Llevada por mis
instintos profesionales me acerqué. Llevaba una tarjeta, como las de todos los
que trabajaban allí. Se llama Marcelo, y tenía un apellido extraño… Oise, si
mal no recuerdo.
No me
dio tiempo a intercambiar palabras con él ya que cuando estuve a corta
distancia me agarró de las muñecas con fuerza. Me miró con aquellos ojos
anegados en lágrimas y siguió con su retahíla indescifrable. Decía cosas sobre
Sócrates, sobre el daimon (o deimon, no recuerdo bien)que solo había que hacer
el bien, pero que para eso hay que experimentar el mal... Tenía en la expresión
algo demente. Se acercó a mis labios, con una expresión de culpa dibujada en el
rostro. Cuando yo iba a reaccionar para zafarme de su agarre se tiró al suelo y
comenzó a llorar como un niño pequeño, balbuceando que no era capaz, que no
podía, que jamás podría hacer algo así. Y ocultó la cara entre las manos y me
pidió perdón repetidas veces, aferrándose a mi falda pidiendo clemencia.
Salí de allí corriendo sin mirar atrás ni una sola vez.
Nunca me gustaron los borrachos.
(Pincha para ampliar y leer una parte de FRAGMENTO DEL DIARIO PERSONAL DE ALMUDENA LOSADA)
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