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LECCIONES INCONCLUSAS



Aquellas fueron sus últimas palabras. Nunca supe más de él. Ni siquiera si encontró su nombre. Ni siquiera si se ahogó en él. Lo último que me dejó fueron unos libros, los que consideró que me salvarían la vida. Las palabras. Y el sabor de la pena en los labios. Decir adiós no es fácil. Para un niño, como lo era yo entonces, una prueba demasiado dura para superarla. Las despedidas siempre duelen. Más de aquella forma. Pero no podía engañarme. Marcelo nunca hacía las cosas como solían hacerse, ni siquiera enamorar a las personas.
Cuando lo conocí tenía quince años. Marcelo había contactado con mi madre a través de un conocido para que ella le enseñara francés. Empezó a frecuentar mi casa y yo lo observaba desde la otra punta del salón como una presencia extraña, dándole solo la importancia que un desconocido que aporta dinero al hogar se merece. No sabría decir el momento en el que se empezó a acercarse a mí. Quizás cuando mi madre preparaba el café o tenía que salir a un recado, o terminaba las clases antes porque tenía que seguir limpiando. No lo sé. En una de aquellas ocasiones me preguntó mi nombre. Yo le contesté. Gabriel San Juan. Y a partir de entonces solo yo formulaba las preguntas. Él pocas veces respondía.
El tiempo hace milagros. O destroza vidas. Sin apenas darme cuenta, los meses hicieron que esperara con ansiedad que la puerta sonara. Que mi madre se fuera de la sala, y que empezara con su habitual mirada perdida a hablarme de una vida demasiado complicada para que yo pidiese entenderla. Eran otros tiempos, y si en aquellas largas tardes de domingo me hubiera planteado por un momento si las náuseas en su presencia se debían al olor tan característico del perfume barato, o a las mariposas que me pululaban por la sangre, si simplemente hubiera tenido la más mínima duda de que cada palabra de Marcelo decía plantaba nuevos sentimientos contradictorios en mis entrañas habría salido corriendo henchido de pánico hacia mí mismo. 
Por eso cuando se fue, cuando desapareció de mi vida de esa manera, cuando me lanzó aquel  mensaje demoledor, me sorprendí mirándome al espejo y preguntándome por qué la persona que me hacía sentir tanto se había ido sin descolgarme un beso de los labios.
Marcelo hablaba de libertad, de sueños, de rebeliones, de la destrucción del mundo conocido. Hablaba del amor y de la paz y de que todos estamos conectados. Decía nombres impronunciables. Era un loco perdido que destrozó cada uno de los esquemas que se habían formado en mi cabeza a lo largo de los años. Y todo desde la distancia de la ausencia de sus ojos, su aura impenetrable y aquella vida que nunca estuvo dispuesto a contar.
Si dijera que sus lecciones han dirigido mi vida me sentiría la persona más ruin del mundo. Porque aquí estoy yo, sentado en la oficina, mirando la foto de mi mujer e intentado despertar un deseo que nunca sentí por ella, y deseando que mis hijos sientan lo que yo quise reprimir a mis quince años. Que ellos aprendan la enseñanza que nunca entendió su padre: Que ahogar los sentimientos como yo lo hice es la firma que se dibuja sobre el vacío existencial. 


Comentarios

  1. Hola Gabi, Gabi San Juan, no sé si te acordarás de mí, ni cómo he llegado hasta aquí, pero cuando le enseñé esto a mi madre, que todavía vive, se puso a contarme cosas de Marcelo que desconozco si te interesarán. Por cierto, no te he dicho quién soy, soy un desastre en esto

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